Creo que las críticas que se hacen a la asignatura de Educación para la Ciudadanía por parte de la jerarquía católico-romana en España parten de un error conceptual previo, según el cual no hay más que una sola y exclusiva fuente de valores morales y, por lo tanto, el Estado democrático tiene vetada toda posibilidad de aportar referencias de valor, aunque éstas vengan referidas a valores cívicos y de convivencia. Pienso, por el contrario, que el Estado, a través de la escuela, educa -hasta ahora los valores de ciudadanía y derechos humanos no estaban ausentes, aunque eran de educación transversal-. Pero no sólo los poderes públicos, también la sociedad educa: de una manera difusa a través de sus vigencias sociales, de sus gustos estéticos, de las letras de la música pop o de la copla, de los modelos sociales de éxito, a través del deporte y de la política. Las iglesias y tradiciones religiosas educan a través del culto y de la catequesis. Las familias naturalmente educan, nuestros amigos y amigas nos educan, la literatura y el cine nos educan. Pero ninguna de esas 'educaciones' es definitiva ni última, ni inapelable ya que a fin de cuentas somos nosotros, cada uno de nosotros, los que validamos en nuestro fuero interno las propuestas educativas que nos llegan.
La educación no nos priva de la capacidad de crítica y de decisión. A la postre toda educación es autoeducación. No somos -gracias a Dios- material inerte en manos de nuestros educadores.Los desencuentros Iglesia-Estado en relación con la enseñanza y en particular con las fuentes de formación y reflexión moral no son de hoy, sino que vienen de lejos. Parece que el catolicismo jerárquico no admite otra fuente de referencias morales que no sea la propia Roma vaticana, a partir de sus propias definiciones dogmáticas y en el ejercicio de su competencia 'magistral'. Ya la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 levantó toda clase de anatemas. Los conflictos entre la tradición liberal-democrática y los obispos católicos, en Europa y en España, han sido frecuentes y se han planteado controversias variadas en estas cuestiones que ahora nos parecen superadas: sobre el divorcio civil, la separación Estado-Iglesia, la escuela pública, el fundamento del poder civil, la cremación de cadáveres, los cementerios civiles o el registro civil. Siempre ha habido una tensión ideológica entre lo eclesiástico y lo civil y, como no podía ser de otra manera, la hay también respecto a la idea misma de una ética civil. En este historial de disputas y desencuentros son de antología -entre nosotros-, por ejemplo, el libelo del presbítero Manterola 'Don Carlos o el petróleo', o 'El liberalismo es pecado', del clérigo Felix Sardà i Salvany, o las prédicas contra las anatemizadas 'libertades de perdición': libertad de culto, libertad de expresión, libertad de enseñanza, libertad de prensa.
En Estados Unidos y en Inglaterra han sido notorios los debates en torno a la enseñanza en la escuela de las teorías evolucionistas de Darwin en supuesta oposición al creacionismo de la Biblia.No fue hasta el Concilio Vaticano II y la encíclica 'Pacem in terris' del Papa Roncalli (1963) cuando de alguna manera el catolicismo aceptó hablar de derechos humanos (concepto que le era ajeno, la Iglesia prefería hablar de derechos naturales), haciendo un elenco particular de los mismos. A través de esta encíclica, de una manera tácita se vino a desautorizar las posiciones integristas y el Papado se avino a reconocer el valor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos como referencia ética universal, a pesar de estar auspiciada y proclamada por la Organización de Naciones Unidas; lo que viene a admitir que, en la construcción de los valores ético-jurídicos, las tradiciones políticas y las instancias internacionales -a modo de un concilio laico-, independientemente de las instancias eclesiásticas, pueden aportar y han aportado un acervo de referencias tanto jurídicas como éticas que la propia Iglesia reconoce.La Educación para la Ciudadanía no es sólo, a mi juicio, un derecho, sino un deber de la democracia; no se trata, en última instancia, sino de hacer explícitos y de reflexionar dialogadamente con los alumnos respecto de los valores morales que conllevan las definiciones de derechos que proclama la Constitución española: dar a conocer y educar en los principios morales -'mores civitatis'- que informan nuestro ordenamiento jurídico.
Tal y como dice la Constitución en su artículo 10.1, se trata de enseñar Constitución: «Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España». Nos encontramos, pues, con una fuente de normatividad jurídica que es también en gran medida normatividad moral -¿O es que los derechos humanos no son una referencia ética de primera magnitud? ¿No son un logro ético histórico que marca una referencia obligada para todos los Estados y para todos los seres humanos?-. De acuerdo con este criterio, las declaraciones de derechos se incorporan a nuestro estatus de ciudadanía y es deber de los poderes públicos trasladar esa enseñanza a la escuela. Item más: de acuerdo con ese artículo 10 de nuestra Constitución -y con el artículo 96-, también la jurisprudencia dictada por el Tribunal Europeo de Estrasburgo, que aplica el convenio europeo para la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales, se incorpora a nuestro derecho español y es, por lo tanto, fuente de juridicidad y define una ética civil de referencia.
Cualquiera que se tome la molestia de estudiar los contenidos de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, en sus programas y objetivos, se dará cuenta de que no es desde luego una ética dogmática ni cerrada. No es tampoco una ética completa del ser humano, sino una deontología de la ciudadanía. No es una ética total ni en su contenido -no es exhaustiva de las cuestiones éticas y morales- ni tampoco en su extensión, ya que no invade las cuestiones de sentido, ni del fuero interno ni entra en las cuestiones felicitarias, o en la pregunta de la 'vida buena', ni en los problemas de lo sagrado o de la trascendencia, por lo que no invade ni inhabilita el discurso religioso, aunque reclama el ámbito de su propia competencia y hace explícitos unos valores éticos convivenciales que no pueden ser desconocidos por la ciudadanía, cualquiera que sean sus posiciones religiosas o filosóficas. Valores que -así son las cosas- no han sido definidos por instancias eclesiásticas ni religiosas, sino por consensos políticos internacionales. Y no son tampoco valores nuevos, improvisados por el actual Gobierno: están implícitos en el articulado de nuestra Constitución de 1978 y en las declaraciones de derechos humanos a las que ésta se refiere.
Según las posiciones contrarias a la asignatura, el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus convicciones se restringiría si se impone una materia de esas características. Parece que así se define de una manera absoluta el derecho formativo de los padres, como si ninguna otra instancia tuviera nada que decir respecto de la formación moral de los menores y éstos fueran una simple prolongación, o una propiedad, de los padres y las madres. En mi opinión, creo más bien que en esta materia hay una concurrencia de derechos, ya que el Estado democrático tiene una legítima jurisdicción sobre la escuela, aunque es evidente que nadie puede impedir a los padres que en el seno de la familia o en el marco de sus propias opciones religiosas concurran a esa educación de sus hijos con sus particulares propuestas. Es pertinente señalar que en el argumentario católico tradicional, paradójicamente, se ha sostenido, en otros momentos, que en determinados aspectos es prevalente frente a los padres el derecho educativo del Estado e incluso el de la Iglesia. Así dice que -con razón- «el derecho educativo de los padres no es absoluto y despótico, sino que depende de la ley natural y divina, y está, por ende, sujeto no sólo a la autoridad y juicio de la Iglesia, sino también, por razón del bien común, a la vigilancia y tutela del Estado; ni, efectivamente, es la familia sociedad perfecta que tenga en si misma todo lo necesario para su cabal y pleno perfeccionamiento» (de la encíclica 'Divini illius magistri', de 31 de diciembre de 1929, Leon XIII).Con un lenguaje más comprensible José Antonio Marina dice que de ninguna manera podemos admitir como razonable que los padres tengan el derecho -por muy padres que sean- a que en la escuela se inculquen a sus hijos ideas o valores éticos como el racismo, la discriminación sexual, el machismo, la cultura del odio y la violencia, y otras alternativas ideológicas. Luego está claro que, en el ámbito de la educación, hay un espacio de legitimo interés de la sociedad política -o sea el Estado- del que no puede dimitir.
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